miércoles, 6 de noviembre de 2013

LAS PAREDES BLANCAS (cuento)

Hoy, a pedido de una amiga de Galicia, comparto un cuento al que titulé "Las paredes blancas". Espero que les guste. ¡Muchas gracias!.


Las paredes blancas


Era una tibia mañana primaveral y el sol se colaba por las rendijas de la persiana que, al encontrarse algo entreabierta, permitía ver las flores de los flamboyanes que poblaban la plaza de enfrente.

No cabía en mí más felicidad, tenía en mis brazos a mi bebé recién nacido. Había sido duro el parto, había sufrido tanto con el esfuerzo de ayudar a ese diminuto ser a salir a la vida exterior. Las contracciones me habían agotado, con ese ritmo constante que no me dejaba ni retomar el aliento entre una y otra. Los dolores habían comenzado a media mañana del día anterior y no fue hasta la madrugada del día siguiente, que me llevaron a la sala. Ya tenía mis serias dudas de poder dar a luz a mi hijito. El miedo se me aparecía cobardemente entre una y otra contracción. Trataba de recordar las enseñanzas de las clases de preparación, en las que nos aconsejaron usar el ritmo de la respiración para relajarnos. Pero nada lograba tranquilizarme.

Y después de toda esa lucha, logrando vencer temores, ya tenía a mi niño en brazos. Lo miraba dormitar con su carita tan pequeña, aún enrojecida por el esfuerzo que había hecho, su boca que se movía succionando buscando el alimento. Me lo puse en el pecho y sentí la más maravillosa sensación que una mujer pueda vivir.

Mientras nos acostumbrábamos el uno al otro, aunque ya nos conocíamos después de tantos meses de estar juntos, se abrió la puerta de la habitación. Entró una mujer de mediana edad, con porte decidido y ojos vivaces, metida en su uniforme de enfermera. Nos miró con ternura y me comentó que el bebé era muy tranquilo, al mismo tiempo que me alcanzaba un pequeño biberón. Me indicó que, si no era suficiente mi leche, debía darle el biberón. Luego salió cerrando la puerta con sumo cuidado.

Desperté de un sueño muy profundo, agotada, miré a mi alrededor y vi las paredes blancas de la habitación del hospital. Dónde estaba mi bebé, no lo veía a mi lado ni sentía su llanto. Tenía una pesadez enorme en la cabeza, me sentía algo mareada y tenía mucha sed, sentía la boca seca. Busqué el timbre para llamar a la enfermera.

A los pocos minutos, entró la misma enfermera de ojos vivaces que ya había estado, en anteriores ocasiones, en la habitación. Le pedí un vaso de agua y, ansiosa, pregunté por mi bebé. Entonces bajó los ojos y miró sus zapatillas blancas, hizo una pausa que me pareció eterna y, con la voz muy baja, apenas audible, me dijo que lamentaba tener que darme la noticia, el niño había nacido muerto.

¡No!, grité, ¡no puede ser!, si lo tuve en mis brazos, y ella continuaba con la misma postura como transmitiéndome su impotencia. Ahora vendrá el doctor y le explicará lo que sucedió, me dijo. Yo no escuchaba, seguía gritando que no podía ser, que no era verdad. Mientras las lágrimas caían por mis mejillas, busqué un pañuelo en la mesita de luz y ahí lo ví, ahí estaba el pequeño biberón vacío.

Georgina Bortolotto