Hoy, a pedido de una amiga de Galicia, comparto un cuento al que titulé "Las paredes blancas". Espero que les guste. ¡Muchas gracias!.
Las
paredes blancas
Era
una tibia mañana primaveral y el sol se colaba por las rendijas de
la persiana que, al encontrarse algo entreabierta, permitía ver las
flores de los flamboyanes que poblaban la plaza de enfrente.
No
cabía en mí más felicidad, tenía en mis brazos a mi bebé recién
nacido. Había sido duro el parto, había sufrido tanto con el
esfuerzo de ayudar a ese diminuto ser a salir a la vida exterior. Las
contracciones me habían agotado, con ese ritmo constante que no me
dejaba ni retomar el aliento entre una y otra. Los dolores habían
comenzado a media mañana del día anterior y no fue hasta la
madrugada del día siguiente, que me llevaron a la sala. Ya tenía
mis serias dudas de poder dar a luz a mi hijito. El miedo se me
aparecía cobardemente entre una y otra contracción. Trataba de
recordar las enseñanzas de las clases de preparación, en las que
nos aconsejaron usar el ritmo de la respiración para relajarnos.
Pero nada lograba tranquilizarme.
Y
después de toda esa lucha, logrando vencer temores, ya tenía a mi
niño en brazos. Lo miraba dormitar con su carita tan pequeña, aún
enrojecida por el esfuerzo que había hecho, su boca que se movía
succionando buscando el alimento. Me lo puse en el pecho y sentí la
más maravillosa sensación que una mujer pueda vivir.
Mientras nos acostumbrábamos el uno al otro, aunque ya nos conocíamos
después de tantos meses de estar juntos, se abrió la puerta de la
habitación. Entró una mujer de mediana edad, con porte decidido y
ojos vivaces, metida en su uniforme de enfermera. Nos miró con
ternura y me comentó que el bebé era muy tranquilo, al mismo tiempo
que me alcanzaba un pequeño biberón. Me indicó que, si no era
suficiente mi leche, debía darle el biberón. Luego salió cerrando
la puerta con sumo cuidado.
Desperté
de un sueño muy profundo, agotada, miré a mi alrededor y vi las
paredes blancas de la habitación del hospital. Dónde estaba mi
bebé, no lo veía a mi lado ni sentía su llanto. Tenía una pesadez
enorme en la cabeza, me sentía algo mareada y tenía mucha sed,
sentía la boca seca. Busqué el timbre para llamar a la enfermera.
A
los pocos minutos, entró la misma enfermera de ojos vivaces que ya
había estado, en anteriores ocasiones, en la habitación. Le pedí
un vaso de agua y, ansiosa, pregunté por mi bebé. Entonces bajó
los ojos y miró sus zapatillas blancas, hizo una pausa que me
pareció eterna y, con la voz muy baja, apenas audible, me dijo que
lamentaba tener que darme la noticia, el niño había nacido muerto.
¡No!,
grité, ¡no puede ser!, si lo tuve en mis brazos, y ella continuaba
con la misma postura como transmitiéndome su impotencia. Ahora
vendrá el doctor y le explicará lo que sucedió, me dijo. Yo no
escuchaba, seguía gritando que no podía ser, que no era verdad.
Mientras las lágrimas caían por mis mejillas, busqué un pañuelo
en la mesita de luz y ahí lo ví, ahí estaba el pequeño biberón
vacío.
Georgina
Bortolotto
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